MARIE ANGÉLIQUE MEMMIE LEBLANC


En 1731, en un jardín de Songi, en los alrededores de Châlons-sur-Marne, Francia, fue encontrada una muchacha de piel obscura, en el momento en que se robaba unas manzanas, descalza y apenas vestida con harapos y pieles. Llevaba consigo un mazo, que usó en su defensa cuando la gente del pueblo lanzó contra ella un perro, al que mató de un golpe certero. La jovencita se dio a la fuga, trepándose a un árbol y saltando de rama en rama hasta alcanzar un bosque vecino. Alertado por la gente, M. d'Epinay, el noble del lugar, ordenó su captura, que finalmente se produjo cuando una mujer del pueblo le ofreció agua y anguilas para tentarla a que descendiera del árbol donde estaba encaramada.


La muchacha fue internada en la propiedad de M. d'Epinay. Al ofrecérsele comida, demostró una singular voracidad por la carne y un gusto especial por la sangre. Una y otra vez descabezaba conejos y pollos, a los que luego de quitarles pellejo y plumas se comía crudos ante el espanto de todos. La joven fue bañada y examinada en detalle. Al cabo de varios baños, se descubrió que era blanca. Tenía dedos pulgares extremadamente largos y llevaba las uñas largas y filosas, que posteriormente le fueron cortadas. Varias veces escapó y varias veces fue recapturada. Finalmente, gracias a la cooperación del obispo de Chalons y del intendente de Champagne fue bautizada Marie-Angélique Memmie LeBlanc. El cambio de dieta y la obligatoriedad de llevar una vida sedentaria hicieron que se le cayeran los dientes y que su salud se deteriorase seriamente. Internada en el Hospital de Chalons, las monjas comenzaron un proceso de «rehumanización», que incluyó la enseñanza del francés y de los dogmas católicos. Cuando alcanzó fluidez en el habla, pudo relatar lo que recordaba de su pasado: aparentemente había estado recorriendo el campo con otra muchacha salvaje, con quien compartía el hábito de comer pescado, ranas y conejos crudos; ambas se comunicaban con gruñidos y gestos, pero, al cabo de una disputa, había herido a su compañera con el mazo; poco después, fue descubierta robando las manzanas. Rápidamente, la fama de Marie-Angélique trascendió las fronteras francesas.


En 1737, la reina de Polonia fue a visitarla y la recomendó a su hija, la reina de Francia. Para entonces, la muchacha estaba bajo la protección del duque de Orleans, quien en 1744 la llevó a un convento de París. Ocho años después, con la muerte de su benefactor, tuvo que mudarse a casas de pensión, donde comenzó una vida progresivamente solitaria. A pesar de haber sido motivo de extrema curiosidad, al punto de ser objeto de numerosos artículos y libros, murió en la pobreza, olvidada por todos, alrededor de los cincuenta años.